Así es como te recuerdo, en mi mente juguetona e infantil:
Te recuerdo alzándote como una gran torre de madera,
abriéndote paso entre los cielos y acariciando las nubes que pasaban juguetonas
entre tus brazos. Tu piel era rugosa, de color chocolate y llena de verruguitas. Tus brazos, de
distintas formas y distintos grosores, eran fuertes, y amables. Tus hojas
parecían pétalos de una gran flor que se caían día tras día por culpa del
jugueteo con tu preciado amigo, el viento.
Te recuerdo siempre dispuesto a jugar. Siempre nos esperabas
en el mismo lugar, en la misma posición y con la misma expresión. Jugábamos a trepar
por tu cuerpo, a colgarnos de tus brazos, a observar la vida que había en tu
interior y a preguntarnos como seria ser aquel insecto que trepaba por tu
tronco y se perdía en las hojas más altas de tu follaje.
Te recuerdo protegiéndonos de las lanzas de luz y calor que
nos lanzaba el vil sol en aquellas calurosas tardes de verano. Con tus escudos verdes y tus fuertes brazos nos
proporcionabas un lugar donde reunirnos, un lugar donde charlar y donde pudimos
contarte mil y una historia. Donde podíamos sentirnos pequeños monos juguetones
que soñaban con alcanzar las nubes y que gracias a ti, nos creímos capaces de
alcanzarlas.
Te recuerdo, como una especie de guardián en el que nos
podíamos refugiar, el que nos ayudaba cuando nos perdíamos en el ajetreado día
de los adultos. Un consejero al que le podíamos contar nuestras penas o
nuestros pecados sabiendo que tú jamás dirías algo, sabiendo que tú nos
escucharías sin juzgarnos. Un sabio que había presenciado los grandes cambios
que había sufrido su pequeño pueblo. Un niño que siempre estaba dispuesto a
jugar y que jamás se quejaba o lloraba.
Te recuerdo, cada día que paso por ese lugar en el que tú
estabas, te recuerdo. Ahora ya no estás y lo único que nos queda de ti son tus
recuerdos, aquellas tardes de juegos y el sonido de tus hojas. Ahora solo nos
queda eso, recuerdos de cuando éramos niños.