Nunca he sido persona de playa en verano. No
disfruto del sol, ni del calor, ni de la aglomeración de gente, mi relación con
ella siempre había sido invernal. Los días en los que el agobio se apoderaba de
mí, me equipaba de toalla, libro y termo de té, y en la arena me quedaba
leyendo hasta que el sol ya no me permitía disfrutar de la lectura.
Pero hace casi tres años, mi concepto de
playa adquirió un matiz nuevo.
En una de mis tantas noches de insomnio
otoñal, no aguanté más en la cama y salí a pasear por la ciudad. Como es
normal, acabé en la playa.
No sé aún qué disfruté más, si el caminar por
la orilla y sentir el agua acariciando mis pies descalzos en plena noche, la
claridad que de golpe sintió mi mente al entender que, pase lo que pase, cada
día vuelve a salir el sol, o el baño que me regalé mientras veía amanecer. No
fue un baño de sol, fue un baño hacia él.
Ahora, cuando vuelve ese odioso agobio, mi
ritual es nocturno y dura hasta que amanece. Leer en la playa ha pasado de ser
terapia, a ser placer.
Rebeca
Hernández Oliver
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